Ruido.

Samuel Parra

(https://www.isliada.org/ruido/)

NOTA PARA EL LECTOR

Lo escrito aquí, lo que leerá a continuación, es una solución extrema para un problema que azota a un destino turístico fiestero por naturaleza: Mazatlán, Sinaloa, México. ¿Le suena el lugar? Es el puerto donde atraparon al narcotraficante Joaquín “El Chapo” Guzmán, disculpe usted pero no hay otra referencia de relevancia mundial para ubicar a la humilde ciudad donde nací.  ¿Y cuál es el problema? El ruido, la contaminación auditiva que emana desde los equipos de sonido instalados en vehículos de transporte público llámense “Aurigas” y “Pulmonías”. ¿Qué salida dio el Gobierno Municipal a los ciudadanos quejosos? Multas de 10 mil hasta 40 mil pesos a los choferes. ¿Qué solución propongo? Escribir un “cuentito” con una serie de asesinatos, no muy comunes en este país. La organización civil Causa en Común ha documentado 4,527 hechos de extrema violencia catalogados como atrocidades entre enero y octubre de 2021 a nivel nacional. La asociación de seguridad ciudadana destacó al menos 700 casos de mutilación, descuartizamiento y destrucción de cadáveres en medio de la crisis de homicidios y desapariciones que afronta el país. Recientemente, México llega al Día Internacional contra la Violencia de Género sumido en una crisis de seguridad provocada por la violencia machista. Desde 1990, pero de manera más acelerada en los últimos cinco años, el asesinato de mujeres en el país ha aumentado cada año sin freno hasta llegar a un máximo de 3.957 homicidios en 2020. Cualquier cifra en torno a la violencia machista en el país da pavor: once mujeres son asesinadas al día, la tasa de impunidad supera el 95%, solo un 2% de los casos termina en sentencia y tan solo una de cada 10 víctimas se atreve a denunciar a su agresor. ¿A dónde quiero llegar con todo esto? El ruido no es la molestia, el problema es el silencio del Gobierno Federal.

RUIDO

La operación tomó menos tiempo. La paquetería llegó con las cajas, fueron mil doscientos fármacos para quimioterapia, cuatrocientas dosis de retrovirales para pacientes con VIH y seiscientas muestras de células madres con empaque individual. Cada frasco aseguraría una nueva oportunidad de vida. La mercancía se acordó entregar un jueves, a las diez de la mañana, en el estacionamiento del centro comercial Gran Plaza.

—La ciudad es muy ruidosa, Mike. ¿No se supone que hay menos gente en la calle? —Ese de la voz aguda era Yuri, trafica todo lo que uno necesite, puede vender la sombra de su suegra, sacarle el diez por ciento de ganancia e invertir el doble si mañana hay eclipse de sol.

—Nosotros vendemos silencio, el ruido sale muy caro, por eso traficamos basura, medicinas, ropa y hasta agüitas de sabor. Por estar en paz, te van a pagar cualquier cosa —sentenció Mike.

El silencio es la moneda de los traficantes, no se sabe cuándo ni cómo llegaron a Mazatlán, pero su fama se esparció rápido en las redes sociales. De la nada, un día aparecieron calcomanías en el Centro Histórico, alguien las pegó en las fachadas de las casonas antiguas. El diseño era sencillo: una mano haciendo la señal de silencio, el puño cerrado, el dedo índice frente a los labios y era todo. Al principio pasó desapercibido, los vecinos creían que era una campaña más de lo políticamente incorrecto, ahí no quedó. Mazatlán recibe cien mil turistas en su periodo vacacional más fuerte, aproximadamente. A esta cantidad, súmele catorce mil cuartos de hotel y más de tres mil condominios de renta particular y las cargas de turistas que llegan por Durango a través de la autopista. A todo esto, el entusiasmo empresarial de entretenimiento, centros nocturnos y bares, arman un ecosistema voluble, artificial y frágil para los habitantes del puerto. La gota de este castigo chino sería el transporte público que es atractivo para los visitantes: son las Pulmonías, una carrosa blanca donde los oídos son nuestros muertos incómodos. Los conductores, o pulmoneros, querían vestir de rosa el blanco, intentaron coronar los tímpanos en un ajedrez belicoso, sin oportunidad de mover las fichas porque la estridencia las tumbó del tablero. Y el problema creció con las camionetas llamadas Aurigas: cumplían la misma función, solo aumentó el número de pasajeros en la caja trasera… las cabezas cayeron solas.

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TESTIMONIO DE JOSE GONZÁLEZ

Un pulmonero es el chofer de la pulmonía, ya acá pues quedamos muy pocos porque los viejos se fueron muriendo. Nosotros poníamos el ambiente para los turistas, se alucinaban cuando se subían a la pulmonía. Uno les ponía la música a todo volumen, ellos decidían a dónde íbamos: que si a recorrer el malecón, que dura como treinta minutos el viaje. Hasta siete personas se metían en el carro, tres adelante y cuatro atrás. La música era de todo, quien tuviera el sonido más perrón pues levantaba más gente. A nadie le hacíamos mal porque Mazatlán era pura fiesta, sí pues, nos sobran excusas para entretener a la raza y divertirnos como el carnaval, el baseball y las encueradas de la Zona Dorada. Pero alguien se quejó de nosotros, lo malo es que se ensañaron.

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Yuri aprobó el protocolo de visita. Un contacto le agendó una cita con el Presidente de Mazatlán. La intervención sería breve, después de una rueda de prensa con un grupo de inversionistas oriundos de Missión, Texas. Hacía calor, eran las siete de la noche y se pusieron de moda los atardeceres color urraca. Yuri vestía una camisa de manta naranja, casi durazno, pero se veía como pitahaya mal cortada. La reunión ocurrió en un jardín que se rentaba para eventos, a escasos metros del mar. Yuri se acercó al presidente, carente de un cuerpo de seguridad visible, lo tomó por el hombro y le dijo al oído:

—¿Cuánto por el silencio?

El alcalde no entendió la pregunta, Yuri se le plantó de frente y lo cuestionó otra vez. El funcionario lo tomó por loco, pensó que era un reportero nefasto, así los calificaba a quienes escribían mentiras de su administración. El presidente sacó su teléfono celular, hizo una breve llamada, lo que terminó con la llegada de dos hombres corpulentos, que vestían guayabera blanca y sacaron a Yuri del jardín para eventos. A los quince minutos, el cielo comenzó a llenarse de drones.

TESTIMONIO DE IVAN RUELAS

Pensamos que eran abejas oiga, una manada volando, no los veíamos. Yo iba en mi pulmonía a vuelta de rueda, con la música a todo volumen. ¡Nombre! Quién se pone a pensar que te van a disparar desde el aire. La calle pues, la teníamos pa’ nosotros, nomás podíamos avanzar como diez metros en línea recta y luego doblar a la izquierda pa’ continuar otros cien metros. A nadie le importaba perder quince minutos en ese tramito porque todo era fiesta. Adelante mío iba el compa Martín, ya tenía muchos años de auriguero, a su troca le decíamos “La jaula” porque subía a puras bestias nalgonas y chichonas. La neta que esa noche se pasaron de verga con él.

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Yuri no era malo, solo se hizo fanático del drama. Esa noche, cuando por fin reinó el silencio en el Centro Histórico de Mazatlán, había por lo menos treinta asesinos. No tenían entrenamiento táctico ni sabían disparar un arma. Su especialidad era el disfraz, nadie los tomó en cuenta, iban caminando por la banqueta aledaña a la calle Constitución, es una rúa que viene desde el malecón viejo llamado Olas Altas, dicha vialidad topa con una plazuela olorosa a cerveza y orines que bautizaron como Machado. Ese cruce vehicular se transforma en un cuello de botella cada fin de semana por la noche. El caos de carros se transmutó en ventaja para Yuri y su equipo, desde las seis de la tarde había jolgorio en la plaza pública con música en vivo, mesas sobre un tramo de la calle Constitución donde los restaurantes se extendían, hasta venta de chacharitas y recuerdos para los turistas. Aquel sonoro festín era como una úlcera el centro cultural del puerto. Lo más difícil, recordaría Yuri, no fue lidiar con los homicidas sanguinarios de la noche, sino con sus mamás.

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TESTIMONIO DE RAMONA CRESPO

Yo soy de las personas de que si la oportunidad llama a tu puerta pues hay que hacerle caso. Formo parte de un grupo de mamás que ya nos desahuciaron a nuestros hijos. Al Gobierno de este Cuirino Mordaz se le hizo fácil decirnos: No tenemos medicinas para las quimioterapias de sus hijos, así que váyanse a sus casas. Eso sí, ni madres batalló para llenar a Mazatlán de palmeras. A mi niño me lo diagnosticaron con cáncer en la sangre, ahí me lo tuvieron en el Hospital Pediátrico quince días sin hacerle nada. Los pinches médicos eran buenos para meterle al niño agüitas de colores. Así estábamos muchas mamás encabronadas, les hablamos a los reporteros para denunciar estas putadas y los pinches medios de comunicación ni investigaron, les valió madre. Yo hice un grupo en Facebook para ver si así alguien nos hacía caso, subí una foto de mi hijo Natanael pero nomas la gente se reía de él porque era enano y tuerto de un ojo. Ya me tenían todos hasta la madre, me iba a salir del grupo pero una de las administradoras, mi comadre Paredes, me dijo que un señor mandó un “inbos”, le pidió de favor que reuniera a todas las mamás y nos citó en el estacionamiento de la Gran Plaza.

La operación tomó menos tiempo. La paquetería llegó con las cajas, fueron mil doscientos fármacos para quimioterapia, cuatrocientas dosis de retrovirales para pacientes con VIH y seiscientas muestras de células madres con empaque individual. Cada frasco aseguraría una nueva oportunidad de vida. La mercancía se acordó entregar un jueves, a las diez de la mañana, en el estacionamiento del centro comercial Gran Plaza.

TESTIMONIO DE IRENE RODRÍGUEZ

La neta me espanté cuando ese tipo se quitó los lentes. Yo nunca había visto a una persona sin párpados. ¡Ay no! Se lo juro por Dios, era la cosa más extraña. Sí me impactó su cosa esa, él estaba como si nada en el estacionamiento. Yo sólo quería que se pusiera los lentes otra vez.

—¿Recuerda algo más? —preguntó la Agente Tecomata a la testigo.

—Sí, ese tipo olía a vómito—dijo la madre con asco.

Yuri habló claro con las mamás que citó en el estacionamiento: todas recibirían medicamentos para sus hijos. El favor no venía por parte del narco ni del gobierno, sólo era un grupo de personas que querían ayudar.

—Les vamos a dar toda la medicina que necesitan, hagan lo que les he pedido y todos estaremos contentos —manifestó Yuri a las madres.

—¿Y cómo sabemos que no es un engaño? —inquirió una de las madres.

La tensión no decrecía, menos el calor a la sombra que se sentía en las prendas mojadas de sudor. El grupo de mamás rodeó a Yuri quien recargó su espalda en la puerta de su vehículo, un Tsuru color azul modelo noventa y cinco. Estiró su mano izquierda hacia la ventana de la puerta trasera, agarró una pequeña hielera de unicel y la sacó del auto. Con mucho cuidado extrajo un frasco de cristal y lo enseño al comité de mujeres.

—Estas son unidades de células madres, con un frasco su hijo se gana más vidas que un gato. A mí no me cuesta nada regalárselas, pero nada es gratis en esta vida —les comentó Yuri.

Las señoras no sabían qué hacer: una pensó echársele encima, otra aventarle una roca a la cabeza y la más inocente quería llorar a fin de obtener un frasco sin hacer nada.

—¿Qué quieres de nosotras cabrón? —preguntó la mujer más brava.

—Su silencio, madre —confesó Yuri.

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Las salas de urgencias en hospitales públicos y privados colapsaron. Los enfermos llegaron en masa, las ambulancias no se dieron abasto con los traslados. Los pacientes eran adultos, varones de cincuenta años o menos fallecían a los minutos después de recibir los primeros auxilios. Los médicos no sabían qué ocurría. ¿Era contagioso? ¿Combatían un virus? Los cuerpos de las víctimas compartían una extraña posición mortuoria: era un rigor mortis fuera de lo ordinario, antes de morir llevaron sus manos a la cabeza, a la altura de sus orejas, tenían clavadas las uñas sobre la superficie carnosa, no podían desprenderse y sus rostros reflejaron que hubo mucho dolor, con los ojos apretados, las mejillas levantadas y los dientes expuestos como una sonrisa forzada. Todos eran cadáveres de piedra.

Las redes sociales se dieron un festín con las fotos y videos del atentado en la Plazuela Machado. Los portales informativos recibieron el material vía Whatsapp de números locales, el material fue captado por drones, algunos transmitieron en vivo y enlazaron la señal a las páginas de Facebook de medios de comunicación en la ciudad. El Centro Histórico de Mazatlán era una moneda de dos caras iguales: silencio era el cambio y ruido la solución.

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CUARTO DE CONFESIONES. EDIFICIO DE LA FISCALÍA EN LA CIUDAD DE MÉXICO

Una semana después

—¿Es ahora o nunca cuando se aparecen las hadas madrinas a rescatarlo o me va a decir que vendrá un comando armado a sacarlo de aquí? —cuestionó la Agente Ramona Sánchez Trejo, alias “La Tecomata”, a Yuri, que estaba esposado de las manos.

Ambos personajes compartían el espacio y la intimidad en un cuarto de confesiones. Las paredes cacarizas por la humedad hacían contraste con la mesa y sillas de acero inoxidable. Yuri se sorprendió de que su interlocutora fuera una mujer de proporción musculosa y poco femenina.

—Usted, amiga, no encaja con el físico de las chilangas, más bien parece norteña. ¿Es la dominante, verdad? Porque dista mucho de ser sumisa —comentó Yuri con acidez.

—¡Mira, hijo de perra! —se levantó la mujer de su silla como una tempestad sin control— Tú eres la única puta sumisa en este cuarto, te voy a meter el puño por tu culo huango si no borras esa estúpida sonrisa de piruja traga mierda —amenazó la mujer a su compañero de cuarto.

—Vale, tía, no te desesperes, no quiero que luego me reclames porque se te bajó la regla y tuviste un aborto. Ay. ¿Acaso los travestis se pueden embarazar? —comentó Yuri con burla e ironía.

La palma de la agente voló por el aire y golpeó de lleno el rostro de Yuri tumbándolo de su silla, fue una cachetada certera que ablandó la mandíbula del hombre, pero no lo calló.

—Ya me di cuenta con quién estoy tratando. Usted es Balú, el oso del Libro de la Selva. ¿Y dónde está Mogli? No me diga que se lo cogió. ¡Qué asco! Eso sería zoofilia, oiga, pero usted tiene…

En una oficina contigua al área de confesiones había dos personas que observaron la conversación entre Yuri y la agente, solo una ventana de cristal a prueba de balas los dividía, esta superficie soportó la embestida del cuerpo del detenido cuando la mujer lo tomó de la camisa y lo estrelló contra la pared.

—¿Quieres que sea más femenina, pendejo? Pídemelo para traer mi barniz de uñas y pintarte unos pinches párpados en esa cara de almorrana que tienes —La amenaza de Ramona parecía ir en serio.

Yuri respiró hondo, con sus manos esposadas intentó desarrugarse la camisa, la planta de su pie izquierdo sentía lo frío del piso, el zapato salió volando al otro extremo del cuarto cuando la agente lo aventó contra la ventana de cristal. La confesión era un juego para él. La Tecomata tenía el caso en sus manos, pero no se confiaría: algo que aprendió en la academia es que los sicópatas buscan llamar la atención. Él sólo quería dar su versión de los hechos.

—Ya le dije, señora, yo solo soy un viajero que pasó por Mazatlán y me molestó el ruido. —Yuri intentó convencerla.

—¿Entonces usted afirma que mató a todas esas personas? —lo cuestionó la mujer.

—Yo no fui, fueron los niños, ahí está el video. ¿Quiere que le diga mi versión, sí o no? —preguntó el hombre sin párpados.

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UBICACIÓN: JOTUNHEIMEN, NORUEGA.

Dos meses antes.

El frío era un anfitrión incómodo para dos sujetos que viajaban a bordo de un vehículo todo terreno, aunque la calefacción de la maquina intentaría mantener sus cuerpos tibios, la vestimenta térmica apenas los protegía contra los veintidós grados bajo cero que se sentía afuera del auto con clima artificial.

—Ya recorrimos este lugar hasta el cansancio sin encontrar el mentado laboratorio —comentó Uro Ganzt.

—¿Y dónde está él? —cuestionó el conductor.

Kjerag Bolten es un paisaje de película, una piedra inmensa entre dos montañas da la bienvenida a los peregrinos. El vehículo se detiene en un mirador al bordo de la carretera, Uro maldijo ese día cuando abrió la puerta del auto, la brisa invernal sacudió sus huesos lo que provocó que rápido se pusiera a caminar para mantener el calor de sus músculos.

Lo que parecía un bosque de piedras era un cementerio de monstruosas rocas y monolitos similares a gigantes en agonía. Uro caminó sobre la nieve internándose en aquel laberinto amorfo, un extraño olor a especias llamó su atención. Aguzó el olfato haciendo hacia atrás su cabeza, las fosas nasales se expandían, allá iba más aire a los pulmones. El rastro del aroma provenía de una olla hecha con barro, que pendía de un barrote de metal, en forma de triángulo, sobre la base se quemaban tres troncos de madera. Uro miró en todas direcciones por si alguien lo acechaba. De su abrigo sacó un arma corta que empuñó con ambas manos. En su mente ya se hacía muerto pero ese desenlace estaría reservado para otro momento y por el mismo sujeto que apareció detrás de él.

—Eres muy nervioso pinche alemán —aseguró Yuri al empistolado que transpiró sobre su ropa térmica—. ¿Ya entraste en calor pendejo? —agregó.

—No esperaba encontrarlo aquí, llevamos horas buscando el laboratorio que nos dijo. Aquí solo hay piedras —dijo Uro.

—La luz del sol las pone a dormir por un buen tiempo, te va a sonar extraño pero estas piedras son peligrosas. Dicen que los antiguos noruegos las molían hasta reducirlas a polvo; así las aspiraban por la nariz y podían vivir cientos de años como gigantes de roca. Ese era el secreto mejor guardado de los vikingos, por eso sus viajes oceánicos eran tan extensos y ni el hambre los mataba. Noruega está llena de trolls de piedra —contó Yuri al alemán.

Yuri se agachó para recoger una piedra pequeña que parecía dormir sobre la nieve, con su mano derecha la apretó con todas sus fuerzas, nada pasó.

—No hay dolor, Uro, sólo silencio.

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